Hace mucho tiempo descubrí por
casualidad un artículo que a
pesar del tiempo transcurrido no he
podido olvidar en una vieja revista llamada Casa de las Américas, una de las más prestigiosas de la lengua española a través de la que seguíamos de cerca el
acontecer literario y en ella colaboraban intelectuales destacados del
mundo entero. Esta revista cubana,
aborda cuestiones de América Latina y el
Caribe y además abre sus puertas a los
jóvenes que se inician en la creación y la investigación literaria.
La revista Casa de las Américas fue fundada en 1960 y
es publicada por La Casa
de las Américas ,una
institución cultural fundada en
1959 en La Habana , Cuba que tiene entre
sus objetivos fortalecer los lazos culturales con los pueblos latinoamericanos y del Caribe así como la
difusión del arte de estos países a
través de conciertos, exposiciones, festivales, seminarios.
En esta revista, a través de un artículo
fue mi primer contacto con un escritor
que desde ese instante estuvo en mi cabecera
a través de sus libros, su estilo, la belleza de sus
libros, me fue cautivando y al saber de su muerte siento que muchas cosas le quedaron por decir, que sus admiradores, sus lectores nos quedamos a
la espera eterna de un próximo libro, lo
echaremos de menos pero sabemos que hemos podido disfrutar de la obra
y la presencia de unos de los
escritores más importantes de nuestra
lengua, de nuestro tiempo.
En 1982 recibió el Premio Nobel
de Literatura, hemos disfrutado de sus obras y su presencia, y ante su inesperada y prematura partida, quiero decirle adiós
a GABO,
y quiero hacerlo compartiendo con ustedes ese artículo que un
día me llevo a conocer a un escritor que rompió las fronteras de su Colombia natal para convertirse en ciudadano del
mundo.
Esto no es un mal plagio del delirio de Juan en su destierro de Patmos, sino la visión anticipada de un desastre cósmico que puede suceder en este mismo instante: la explosión -dirigida o accidental- de sólo una parte mínima del arsenal nuclear que duerme con un ojo y vela con el otro en las santabárbaras de las grandes potencias.
En la salud, por ejemplo: con el costo de diez portaviones nucleares Nimitz, de los quince que van a fabricar los Estados Unidos antes del año 2.000, podría realizarse un programa preventivo que protegería en esos mismos catorce años a más de mil millones de personas contra el paludismo, y evitaría la muerte - sólo en África - de más de catorce millones de niños.
En la alimentación, por ejemplo: el año pasado había en el mundo, según cálculos de la FAO, unos quinientos setenta y cinco millones de personas con hambre. Su promedio calórico indispensable habría costado menos que ciento cuarenta y nueve cohetes MX, de los doscientos veintitrés que serán emplazados en Europa Occidental. Con veintisiete de ellos podrían comprarse los equipos agrícolas necesarios para que los países pobres adquieran la suficiencia alimentaria en los próximos cuatro años. Ese programa no alcanzaría a costas ni la novena parte del presupuesto militar soviético de 1982.
Puede decirse, por último, que la cancelación de la deuda externa de todo el Tercer Mundo, y su recuperación económica durante diez años, costaría poco más de la sexta parte de los gastos militares del mundo en ese tiempo. Con todo, frente a este despilfarro económico descomunal, es todavía más inquietante y doloroso el despilfarro humano: la industria de la guerra mantiene en cautiverio al más grande contingente de sabios jamás reunido para empresa alguna en la historia de la humanidad. Gente nuestra, cuyo sitio natural no es allí sino aquí, en esta mesa, y cuya liberación es indispensable para que nos ayuden a crear, en el ámbito de la educación y la justicia, lo único que puede salvarnos de la barbarie: una cultura de la paz.
A pesar de esa incertidumbre dramática, la carrera de las armas no se concede un instante de tregua. Ahora, mientras almorzamos, se construyó una nueva ojiva nuclear. Mañana cuando despertemos, habrá nueve más en los guadarneses de muerte del hemisferio de los ricos. Con lo que costará una sola de ellas alcanzaría - aunque sólo fuera por un domingo de otoño - para perfumar de sándalo las cataratas del Niágara.
Un gran novelista de nuestro tiempo se preguntó alguna vez si la tierra no será el infierno de otros planetas. Tal vez sea mucho menos: una aldea sin memoria, dejada de la mano de sus dioses en el último suburbio de la gran patria universal. Pero la sospecha creciente de que es el único sitio del sistema solar donde se ha dado la prodigiosa aventura de la vida, nos arrastra sin piedad a una conclusión descorazonadora: la carrera de las armas va en sentido contrario de la inteligencia.
Y no sólo de la inteligencia humana, sino de la inteligencia misma de la naturaleza, cuya finalidad escapa inclusive a la clarividencia de la poesía. Desde la aparición de la vida visible en la tierra debieron transcurrir trescientos ochenta millones de años para que una mariposa aprendiera a volar, otros ciento ochenta millones de años para fabricar una rosa sin otro compromiso que el de ser hermosa y cuatro eras geológicas para que los seres humanos -a diferencia del abuelo Pitecántropo-, fueran capaces de cantar mejor que los pájaros y morirse de amor. No es nada honroso para el talento humano, en la edad de oro de la ciencia, haber concebido el modo de que un proceso multimilenario tan dispendioso y colosal, pueda regresar a la nada de donde vino por el arte simple de oprimir un botón.
Para tratar de impedir que eso ocurra estamos aquí, sumando nuestras voces a las innumerables que claman por un mundo sin armas y una paz con justicia. Pero aún si ocurre - y más aún si ocurre - no será del todo inútil que estemos aquí. Dentro de millones de millones de milenios después de la explosión, una salamandra triunfal que habrá vuelto a recorrer la escala completa de las especies, será quizás coronada como la mujer más hermosa de la nueva creación. De nosotros depende, hombres y mujeres de ciencia, hombres y mujeres de las artes y las letras, hombres y mujeres de la inteligencia y de la paz, de todos nosotros depende que los invitados a esa coronación quimérica no vayan a su fiesta con nuestros mismos terrores de hoy. Con toda modestia, pero también con toda la determinación del espíritu, propongo que hagamos ahora y aquí el compromiso de concebir y fabricar un arca de la memoria, capaz de sobrevivir al diluvio atómico. Una botella de náufragos siderales arrojados a los océanos del tiempo, para que la nueva humanidad de entonces sepa por nosotros lo que no han de contarle las cucarachas: que aquí existió la vida, que en ella prevaleció el sufrimiento y predominó la injusticia, pero también conocimos el amor y hasta fuimos capaces de imaginarnos la felicidad. Y que sepa y haga saber por todos los tiempos quiénes fueron los culpables de nuestro desastre, y cuán sordos se hicieron a nuestros clamores de paz para que ésta fuera la mejor de las vidas posibles, y con qué inventos tan bárbaros y por qué intereses tan mezquinos la borraron del universo.
Un gran novelista de nuestro tiempo se preguntó alguna vez si la tierra no será el infierno de otros planetas. Tal vez sea mucho menos: una aldea sin memoria, dejada de la mano de sus dioses en el último suburbio de la gran patria universal. Pero la sospecha creciente de que es el único sitio del sistema solar donde se ha dado la prodigiosa aventura de la vida, nos arrastra sin piedad a una conclusión descorazonadora: la carrera de las armas va en sentido contrario de la inteligencia.
Y no sólo de la inteligencia humana, sino de la inteligencia misma de la naturaleza, cuya finalidad escapa inclusive a la clarividencia de la poesía. Desde la aparición de la vida visible en la tierra debieron transcurrir trescientos ochenta millones de años para que una mariposa aprendiera a volar, otros ciento ochenta millones de años para fabricar una rosa sin otro compromiso que el de ser hermosa y cuatro eras geológicas para que los seres humanos -a diferencia del abuelo Pitecántropo-, fueran capaces de cantar mejor que los pájaros y morirse de amor. No es nada honroso para el talento humano, en la edad de oro de la ciencia, haber concebido el modo de que un proceso multimilenario tan dispendioso y colosal, pueda regresar a la nada de donde vino por el arte simple de oprimir un botón.
Para tratar de impedir que eso ocurra estamos aquí, sumando nuestras voces a las innumerables que claman por un mundo sin armas y una paz con justicia. Pero aún si ocurre - y más aún si ocurre - no será del todo inútil que estemos aquí. Dentro de millones de millones de milenios después de la explosión, una salamandra triunfal que habrá vuelto a recorrer la escala completa de las especies, será quizás coronada como la mujer más hermosa de la nueva creación. De nosotros depende, hombres y mujeres de ciencia, hombres y mujeres de las artes y las letras, hombres y mujeres de la inteligencia y de la paz, de todos nosotros depende que los invitados a esa coronación quimérica no vayan a su fiesta con nuestros mismos terrores de hoy. Con toda modestia, pero también con toda la determinación del espíritu, propongo que hagamos ahora y aquí el compromiso de concebir y fabricar un arca de la memoria, capaz de sobrevivir al diluvio atómico. Una botella de náufragos siderales arrojados a los océanos del tiempo, para que la nueva humanidad de entonces sepa por nosotros lo que no han de contarle las cucarachas: que aquí existió la vida, que en ella prevaleció el sufrimiento y predominó la injusticia, pero también conocimos el amor y hasta fuimos capaces de imaginarnos la felicidad. Y que sepa y haga saber por todos los tiempos quiénes fueron los culpables de nuestro desastre, y cuán sordos se hicieron a nuestros clamores de paz para que ésta fuera la mejor de las vidas posibles, y con qué inventos tan bárbaros y por qué intereses tan mezquinos la borraron del universo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario